lunes, 3 de marzo de 2014

una mala copa la toma cualquiera

En el bar siempre estaba aquel hombre gris, con paraguas, y boina, oliendo su ropa a tabaco rancio desde hacía meses,los pocos dientes solitarios amarillos y retorcidos, y delante siempre de una copa de licor de café. La última vez que se afeitó con cierta decencia fue para ir al entierro de un vecino de la parroquia, hacía ya unos cuantos meses. Desde entonces, el afeitado se resumía en unas leves pasadas mal arregladas y a prisa. Hacía meses que la ropa se amontonaba sobre la mesa de la salita de la entrada y apenas había encontrado tiempo para poder plancharla y acomodarla en el armario de la habitación. La casa se había quedado muda, fría y apagada desde que su mujer había fallecido, pero así es la vida, pensó, ahora ya sólo queda esperar y vivir el día a día. su mujer también había padecido problemas de alcohol. Chocheaba, decían los vecinos, y muchas de las tardes las pasaba dormida en el sofá, delante del viejo televisor. Cuando se levantaba, la tarde había corrido tanto, que apenas quedaba tiempo para darse una ducha y curar la resaca a base de agua fresca. Los constantes dolores de estómago apenas podían soportar una cena ligera y además producía unos eructos pestilentes. Parecía como si un volcán quisiese entrar en erupción avisando, y para ello necesitase dejar su peste de azufre como señal de que el peligro estuviese cercano. Los últimos meses, apenas se la había vuelto a ver; encargaba la compra por teléfono y en voz baja, escondida detrás de la puerta, pedía alguna vez al dueño de la tienda que le enviase una botella de brandy dentro de una cajita de cartón ya preparada para que nadie en su casa se diese cuenta de ello. Por supuesto, el hombre en su afán de negocio, accedía a la petición, a pesar de las advertencias del marido y de los hijos, ya poco tiempo podría quedarle, pensaba él, estaba demasiado delgada y amarilla como para tenerse en pie y ya no era el momento de hacerle caso a los médicos, lo único disfrutar de aquellos pequeños vicios a escondidas que siempre había mantenido desde que había heredado la antigua tienda de barrio de su padre, el cual había heredado de su madre, y que terminó cerrando porque la modernidad de los centros comerciales y los hábitos de consumo habían acabado con este aspecto residual del pasado, de esto hacía ya cinco años. Es lo que tiene vivir en una zona aislada y con condiciones de clima bastante duras, donde llueve siete meses al año y donde apenas en el día a día sólo recibes la visita del cartero y del panadero.